jueves, 8 de agosto de 2013

Si Cristo no era simpático…







Si  Cristo  no  era  simpático…
                                                                                                   
(Discurso para la Comunión de los Viernes sobre Hebreos IV:15)


     por Sören Kierkegaard

Oración

¿Adónde iríamos sino a Ti, Señor Jesucristo? ¿Aquel que padece, adónde hallaría simpatía si no en Ti? ¿Y dónde lo hallaría el penitente, ¡helás!, si no en Ti, Señor Jesucristo?


Hebreos IV:15
Porque no tenemos un Sumo Sacerdote
que sea incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas,
sino uno que, a semejanza nuestra, ha sido tentado en todo,
aunque sin pecado.
Tú que me oyes, mi oyente, sea que tú quizás hayas sufrido, o que posiblemente estés sufriendo, o que a lo mejor has conocido a gente sufriente, tal vez con el noble cometido de consolar, sin duda frecuentemente has oído esto, que constituye la queja universal de quienes sufren: “Tú no me entiendes, oh, tú no me entiendes, no te pones en mi lugar; si estuvieras en mi lugar, o si pudieras ponerte en mi lugar, si pudieras ponerte enteramente en mi lugar, pues entonces no hablarías así.” Hablarías de otro modo; esto significa, de acuerdo al que sufre, que entonces tú también percibirías y comprenderías que no hay consuelo alguno.

Aquí, entonces, la queja; el que sufre casi siempre se queja de que el que lo quiere consolar no se pone en su lugar. Indudablemente el que sufre de algún modo siempre tiene razón, puesto que ningún ser humano puede experimentar exactamente la misma cosa y del mismo modo que otro ser humano, y aun cuando de eso hubiere caso, constituye una limitación común y universal de todos los hombres en particular esto de que no pueden ponerse enteramente en el lugar de otro, aun cuando tengan las mejores intenciones: nunca podrán percibir, sentir, pensar exactamente igual que otro ser humano. Mas en otro sentido, el que sufre se equivoca en la medida en que se imagina que no existe consuelo alguno para los sufrientes, pues esto mismo podría en verdad significar otra cosa: que el que sufre podría intentar hallar consuelo dentro suyo, esto es, en Dios.

Seguramente Dios no tenía la menor intención de que un ser humano pudiese hallar consuelo perfecto en el otro; al contrario, constituye la graciosa voluntad de Dios que todos los hombres no lo busquen sino en Él―que a medida que los fundamentos de los consuelos que los otros le ofrecen se volviesen más y más insípidos, entonces verían que no tenían más remedio que volverse a Dios, de acuerdo a la palabra de la Escritura: “Tened sal en vosotros mismos y estad en paz unos con otros” (Mc. IX:50).  Oh, tú que sufres, y tal vez tú que honestamente y con la mejor intención quisieses consolar―¡no libréis esta inútil batalla entre vosotros! Tú que simpatizas, muestra tu simpatía sin presumir de que puedas ponerte enteramente en el lugar del otro; y tú que sufres, muestra tu verdadera discreción no exigiendo lo imposible del otro―en verdad todavía hay uno que puede ponerse enteramente en tu lugar, así como en el lugar de cualquier otro que sufra lo que sea: el Señor Jesucristo.

De esto trata el texto sagrado que acabamos de leer, “no tenemos un Sumo Sacerdote que sea incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas”, esto es, que contamos con alguien que bien puede simpatizar con nuestras debilidades, y más aún, “de la misma manera contamos con uno que ha sido probado en todas las cosas”. Aquí el requerimiento exacto para poder simpatizar verdaderamente―pues es de saber que las muestras de simpatía de parte de quien no tiene experiencia de lo que el otro sufre no es sino un malentendido y las más de las veces un malentendido que hiere y atribula aun más al que padece. Aquí pues la condición: haber sido probado de igual manera. Cuando se da eso, entonces uno puede ponerse enteramente en el lugar del que sufre; y cuando uno ha sido probado en todas las cosas de igual manera, entonces uno puede ponerse enteramente en el lugar del otro, no importa cuales sean sus tribulaciones.

¿Y bien? Contamos con alguien así: el Sumo Sacerdote que puede simpatizar con nosotros. Y que por cierto necesariamente simpatiza con nosotros es cosa que nos consta puesto que demostró su simpatía al aceptar el ser probado en todas las cosas, de todas las maneras. En verdad, fue su simpatía por nosotros lo que lo determinó a venir a este mundo; y también fue por simpatía, para recibir simpatía Él, que, por una decisión libre, resolvió aceptar el ser probado en todas las cosas de todas las maneras: Él, quien puede ponerse enteramente, y que se pone enteramente, en tu lugar, en mi lugar, en nuestro lugar.  
 De esto hablaremos algo más, un poco más adelante.

Cristo se puso enteramente en tu lugar. Era Dios y se hizo hombre (Jn. I:14; Phil. II:5-8): de esta manera se puso en tu lugar. Verdaderamente, esto es exactamente lo que quiera la simpatía más genuina; ciertamente, lo que más quiere, es colocarse enteramente en el lugar del que sufre para poder consolar de veras. Pero también es cierto que esto es lo que la simpatía de los hombres no puede hacer; sólo la simpatía divina puede hacer eso―y Dios, haciéndose hombre. Se hizo hombre; y en el hombre que absolutamente, de entre todos los hombres que en el mundo han sido, más sufrió; ningún nacido ni ninguno por nacer todavía, puede ni podrá sufrir como sufrió Él.

¡Oh qué seguridad tenemos de contar con su simpatía! ¡Oh qué simpático poder contar con semejante seguridad! Simpatizando, abre sus brazos a todos los que sufren; “venid”, dice―y su palabra es una garantía―“venid a Mí todos los agobiados y los cargados” (Mt. XI:28) y luego repite la invitación por segunda vez: indudablemente quien invita resultó ser quien sufrió incondicionalmente más que ningún otro. De por sí, ya sería una gran cosa que la simpatía humana se ofreciese a sufrir casi tanto como el que sufre―mas, por simpatía, en orden a asegurarse de poder consolar a otro, sufrir infinitamente más que el que sufre… ¡eso sí que es simpatía! Normalmente la simpatía humana retrocede un tanto, preferiría quedarse condoliente, del lado seguro de la playa; y si acaso se aventura sobre
aquellas aguas, de ningún modo es con la intención de llegar tan mar adentro, allí donde se halla quien sufre. Ahora, ¡qué simpatía la de Aquel que incluso va más allá! Tú que sufres, ¿qué quieres? Quieres que quien simpatiza se ponga enteramente en tu lugar―y Él, la simpatía misma, ¡no sólo se pone en tu lugar sino que vino a sufrir infinitamente más que tú! Claro, para el que sufre esto a veces se le hace un tanto descorazonador (que cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía y exteriormente tanta cosa puede parecer traicionera) y entonces quien padece se muestra un poco a la retranca―mas aquí la simpatía está escondida a tus espaldas en su tribulación infinitamente mayor que la tuya.

    Se puso, puede ponerse, enteramente en tu lugar, tú que sufres, no importa quién seas. ¿Se trata acaso de preocupaciones mundanas, pobreza, cómo mantenerte y a los tuyos? También Él padeció hambre y sed y eso precisamente en los momentos más difíciles de su vida cuando batallaba espiritualmente en el desierto y en la cruz (Mt. IV:1-11; Jn. XIX:28-30). Y para sus necesidades diarias no contaba más que con los lirios del campo y las aves del cielo (Mt. VI:26, 28-29)―¡y quiero creer que hasta los más pobres del mundo cuentan con eso! Y nació en un establo, fue envuelto en trapos, recostado sobre un pesebre, durante toda su vida no tenía donde reposar su cabeza―a fe mía, ¡hasta los que no tienen techo, cuentan con eso! Vaya entonces si no puede ponerse en vuestro lugar y entenderos.

¿O se trata de un corazón quebrantado? Él también alguna vez tuvo amigos; o más bien, pensó que los tenía, pero luego, cuando llegó el momento decisivo, todos lo abandonaron, y con todo, no, no todos, dos estuvieron a su lado, uno traicionándolo, el otro negándolo (Mt. XXVI:45-56). Él también alguna vez tuvo amigos, o alguna vez pensó que los tenía; se le pegaron de tal manera que incluso llegaron a discutir acerca del lugar que ocuparían a su derecha y a su izquierda (Mc. X:35-41), hasta que llegó el momento decisivo y Él, en lugar de ser elevado en su trono, resultó elevado sobre una cruz (Jn. III:14). Entonces se les obligó a dos ladrones a ocupar los lugares vacíos, ¡uno a su derecha, otro a su izquierda!

O se trata de la tristeza que produce la iniquidad del mundo, a propósito de la enemiga que tú y los buenos tienen que sufrir, con tal de que esa inquina se deba indiscutiblemente a que eres tú el que quiere lo bueno y lo verdadero. Bueno, en lo que a esto respecta, tú, un hombre, supongo, no te animarías a compararte con Él; tú, un pecador, supongo, no te animarías a compararte con Él, el santo, el que experimentó esos padecimientos antes―de tal manera que como mucho puedes sufrir de manera análoga a cómo sufrió Él―y es Él el que santificó eternamente esos sufrimientos―así también los tuyos lo serán si eres capaz de sufrir a imagen y semejanza de Él―Él que fue despreciado, perseguido, insultado, hecho objeto de burlas, escupido, flagelado, maltratado, torturado, crucificado, abandonado de Dios y crucificado en medio de la algarabía general (Mc. IX:12; XIV:65, XV:19-20, 29-32; Jn. V:16; Lc. XVIII:32, XXII:63-65, XXIII:11, 39; Mt. XXVII:26, 29-31, 39, 41, 46). No importa qué cosas hayas sufrido ni quién seas, ¿acaso no crees que Él se puso enteramente en tu lugar?

O tal vez sea cierto pesar por el pecado del mundo y su impiedad, tristeza al comprobar que el mundo se encuentra inmerso en el mal, melancolía al ver cuán profundamente ha caído la humanidad, tristeza al comprobar que el oro es virtud, el poder es el derecho, que la verdad es lo que dicta la masa, que sólo prosperan las mentiras y que sólo la iniquidad prevalece, que sólo se aprecia el egoísmo, que sólo se bendice la mediocridad, que sólo se estima al timorato, que sólo son alabadas las medidas a medias y que sólo se impone lo despreciable. Pues, respecto de esto, supongo que no te animarás a comparar tu pena con la pena que tenía el Salvador del mundo (Jn. IV:42) ¡como si en esto no pudiera ponerse enteramente en tu lugar!

Y así sucesivamente respecto de todos y cada uno de los sufrimientos.
Por tanto, tú que sufres, quienquiera seas, no te encierres desesperadamente con tus sufrimientos como si nadie, ni siquiera Él, te pudiera entender. Tampoco te largues a dar voces ventilando impacientemente tus sufrimientos, como si fueran tan terribles que ni siquiera Él se podría poner en tu lugar. Que tu audacia no te lleve a semejante falsedad; ten presente que Él de modo incondicional, absolutamente y sin comparación fue, de entre todos los sufrientes, el que más sufrió. Porque si quieres saber quién fue el más grande doliente de entre los hijos de los hombres, pues deja que te lo diga.

No se trata del escondido grito de silenciosa desesperación, ni aquello que aterroriza a los demás, ni la potencia de aquel grito, lo que ha de decidir la cuestión; no, justamente lo contrario. El más grande doliente es aquel del que incondicionalmente se puede predicar con entera verdad esto de que no dispone de más consuelo que este: el consuelo de consolar a los demás; pues esto y sólo esto expresa genuinamente aquella verdad incontrovertible de que en realidad nadie puede ponerse en su lugar, además de que esto mismo se verifica en su caso―el caso de Nuestro Señor Jesucristo: no era un sufriente que buscaba el consuelo de los demás, mucho menos que lo encontró en los demás, y muchísimo menos se quejó de no encontrarlo en los demás. No; Él fue el doliente cuyo único consuelo, descartado entera y absolutamente cualquier otro, consistió en el consuelo de consolar a otros.

¿Ven? Aquí hemos arribado a la cima del sufrimiento, pero también al límite de los sufrimientos, donde todo se invierte; pues Él, precisamente Él es “el Consolador”. Te quejas de que nadie puede ponerse en tu lugar; es una idea que te preocupa día y noche y a lo mejor nunca se te ocurre, imagino yo, que tú podrías consolar a otros―y Él, “el Consolador”, el único de quién en verdad se puede decir que nadie puede ponerse en su lugar―¡en verdad que Él sí podría haberse quejado así! Él, “el Consolador” en cuyo lugar nadie podía ponerse, Él puede ponerse enteramente en tu lugar y en el lugar de cada hombre que padece. Si fuera cierto esto de que nadie puede ponerse en tu lugar, pues te lo concedo… demuéstralo: entonces no te queda más que una cosa―conviértete en uno que consuela a los demás. Constituye la única evidencia que demostrará que nadie puede ponerse en tu lugar. Mientras sigas hablando acerca de cómo nadie puede ponerse en tu lugar, está claro que todavía no estás resuelto en esta materia; de otro modo, por lo menos callarías.
Pero aun cuando te mantuvieras callado, mientras no tenga este efecto de que te impongas el deber de consolar a los otros, decididamente no tienes resuelto este asunto acerca de si alguno podría ponerse en tu lugar, o no. Entonces permaneces meramente sentado, desesperando silenciosamente, con la recurrente idea que vuelve una y otra vez de que nadie puede ponerse en tu lugar; esto es, que te empeñas en fijar esta idea en cada instante; esto es, que esta convicción no está del todo firmemente instalada en tu alma, aún no te has decidido del todo sobre el particular; esto es: que en tu caso todavía no es enteramente cierto. Y claro, tampoco podría predicarse de ningún ser humano esto de que absolutamente nadie puede ponerse en su lugar; pues precisamente, Él, Jesucristo―en cuyo lugar nadie puede ponerse enteramente, ni siquiera aproximadamente―Él sí puede ponerse enteramente en tu lugar.

Se puso enteramente en tu lugar, quienquiera que seas, tú que estás siendo tentado espiritualente, Él se puede poner enteramente en tu lugar, “el probado en todas las cosas, de todas las maneras”.
Así como el que sufre corporalmente, así también sucede con quien es tentado y que padece pruebas espirituales, él también generalmente se queja de que cualquiera que intente consolarlo, o aconsejarlo, o hacerle alguna advertencia, en verdad no lo comprende, ni puede ponerse enteramente en su lugar. “Si estuvieras en mi lugar”, dice, “o si pudieras ponerte en mi lugar, comprenderías con qué poder me envuelve esta terrible tentación espiritual, comprenderías cómo los espíritus se mofan de cada una de mis intentonas de vencer esta tentación―y entonces me juzgarías de otro modo. Pero tú que no lo sientes en carne propia, puedes hablar pacífica y ecuánimemente sobre el particular, fácilmente aprovecharte de la ocasión para sentirte superior porque no has caído en la tentación, no has tropezado con esta prueba espiritual, esto es, porque ni siquiera has sido probado en esto ni en ninguna otra cosa. ¡Oh si estuvieras en mi lugar!

             Pero amigo mío, no libres ninguna de esta inútiles batallas que sólo ayudan a amargarte la vida y la del otro―pues siempre está Uno que puede ponerse enteramente en tu lugar, el Señor Jesucristo quien “porque Él mismo sufrió y fue tentado, en esas mismas cosas puede socorrer a los que sufren pruebas” (Heb. II:18). He aquí a uno que puede ponerse enteramente en tu lugar, Jesucristo, quien verdaderamente conoció todas las tentaciones, soportándolas (Mt. IV:1-11).
Si de alimento se trata, y si hablamos literalmente de comida en su sentido más estricto, de modo que hablamos de morirse de hambre―también Él fue tentado de esa manera; si nos tienta una aventura temeraria―también Él fue tentado de esa manera; si caerse de Dios es lo que te tienta―también Él fue tentado de esa manera; Él se puede poner enteramente en tu lugar, no importa quién seas, no importa qué te pasa. Si te ves tentado en la soledad―también Él lo fue, a quien el espíritu maligno
condujo al desierto para tentarlo. Si te tienta la confusión del mundo―también Él, cuyo buen espíritu le impidió apartarse del mundo antes de que completara su obra de amor (Jn. XVII:4). Si te encuentras bajo la tentación en el momento de una gran decisión, cuando es una cuestión de renunciar a todas las cosas―también Él; o si sucede en el momento siguiente, cuando estás tentado de arrepentirte de haberlo sacrificado todo―también Él. Si te deprimes ante la perspectiva de un gran peligro y estás tentado de desear que se juegue la partida de una vez―también Él. Si al encontrarte tan debilitado estás tentado de desear tu propia muerte―también Él. Si la tentación consiste en el temor de resultar abandonado de todos―también Él fue tentado de esa manera; si se trata de… pero no, seguramente ningún ser humano sufrió aquella tentación espiritual… la tentación espiritual de resultar abandonado de Dios… y sin embargo Él fue tentado de esa manera. Y así de todas las maneras.

De modo que tú que estás siendo tentado, quienquiera que seas, no te vuelvas taciturno en tu desesperación, como si la tentación fuera sobrehumana y que nadie podría comprenderla, ni tampoco te vuelques a retratar impacientemente su magnitud, ¡como si fuera tan terrible que ni siquiera Él podría ponerse en tu lugar!
Porque si en verdad quieres saber cuál es el requerimiento sine qua non para juzgar verdaderamente cuán grande es en realidad una tentación, pues entonces, déjame que te lo diga. Lo que se requiere es que hayas soportado aquella tentación. Sólo entonces llegas a saber verdaderamente cuán grande es la tentación; en la medida en que no las has soportado, sólo sabes de su falsía, sólo lo que la tentación, precisamente en orden a tentarte, te hace creer cuán horrible es.

Pedirle verdades a la tentación es pedir demasiado. La tentación es engañosa y mentirosa y se cuida muy bien de decir la verdad (Jn. VIII:39-44 II Cor. XI:3), pues su poder yace, justamente, en la mentira. Si quieres sacarle la verdad y conocer cuán grande es en realidad, entonces deberás ver cómo consigues ser más fuerte que ella (Lc. XI:21-22), cerciorarte de que la soportas con integridad―entonces sí llegarás a saber la verdad, o extraerás la verdad de ella. Por tanto sólo hay uno que en verdad sabe con toda precisión cuál es la magnitud de todas las tentaciones y que así puede ponerse enteramente en el lugar de todo aquel que resulta tentado―Él mismo que fue tentado en todas las cosas de todas las maneras, que fue tentado pero que venció en todas y en cada una de las tentaciones.

Guardaos, pues, de andar quejándoos y describiendo más y más apasionadamente la magnitud de vuestra tentación―con cada paso que avanzáis por ese camino, no haces más que acusarte a ti mismo más y más. No puede fundarse una defensa tuya por haber caído en la tentación con el expediente de describir con trazos más y más enfáticos la magnitud de tu tentación, pues todo lo que digas en esta materia es mentira puesto que sólo puedes conocer la verdad justamente resistiendo la tentación.
A lo mejor otro te puede ayudar con sólo que quieras dejarte ayudar, otro que resultó tentado igual que tú y que resistió esa tentación, pues ése sí sabe la verdad. Mas aun cuando no hubiese nadie que pudiera decirte la verdad, todavía queda uno que puede ponerse enteramente en tu lugar, aquel que ha sido probado en todas las cosas de la misma manera que tú, que así resultó tentado, pero que soportó y resistió esa tentación.

Y cuando resulte que fuiste fiel durante la tentación, entonces estarás en condiciones de entender toda la verdad. En la medida en que no has resistido la tentación te quejarás de que nadie puede ponerse enteramente en tu lugar―pero si has resistido la tentación, en verdad que todo esto te da igual, y ya no hay caso de quejarse de que nadie podría haberse puesto en tu lugar.
Esta queja constituye un invento de la mentira que reside en la entraña misma de la tentación; y lo que esta mentira viene a destacar es que si hay alguien que puede entenderte del todo, se trata entonces de uno que ha sucumbido a la tentación, y así entonces, ambos podríais entenderos―en la mentira. ¿Es esto “comprenderse” el  uno al otro? No, aquí está la frontera más allá de la cual todo se invierte: hay una sola persona que puede verdaderamente ponerse en el lugar de quien es tentado―y Él sólo puede hacerlo precisamente porque Él sólo soportó todas las tentaciones. Pero también, ¡oh, no lo olvidéis nunca!, puede ponerse enteramente en tu lugar.

Se puso enteramente en tu lugar, resultó probado en todas las cosas, de todas las maneras―y sin embargo, sin pecado.  De manera que en este respecto no se puso enteramente en tu lugar, no puede ponerse enteramente en tu lugar, Él, el Santo, ¿cómo podría ser semejante cosa? Si la diferencia entre Dios en los cielos y tú sobre la tierra es infinita, la diferencia que hay entre el Santo y el pecador es infinitamente mayor.
Y sin embargo, aun en este respecto, aunque de otro modo, Él se puso enteramente en tu lugar. Pues si Él, si los padecimientos y muerte del Expiador constituyen la satisfacción de tu pecado y culpa―si se trata en verdad de satisfacción, te ha reemplazado, ha padecido el castigo del pecado poniéndose en tu
lugar para que tú puedas vivir, ¿acaso entonces no se ha puesto enteramente en tu lugar? En verdad, aquí se cumple incluso más al pie de la letra esta verdad de que se pone enteramente en tu lugar, mucho más que en los casos que venimos diciendo, casos en los que sólo significábamos que Él entiende lo que te pasa, lo que no quita que Él permanece en su lugar y tú en el tuyo. Mas la satisfacción de la expiación significa que tú, al pie de la letra, te corres, y Él ocupa tu lugar: ¿no es el caso entonces que se pone enteramente en tu lugar?
¿Pues qué cosa es el “Expiador” sino un sustituto que se coloca enteramente en tu lugar y el mío? ¡¿Y cuál es el consuelo de la expiación sino éste, que el sustituto,
habiendo satisfecho, se pone enteramente en tu lugar y el mío?! De tal modo que cuando la justicia retributiva aquí en este mundo―o en el más allá cuando el Juicio―busca el lugar donde yo el pecador, estoy parado con toda mi culpa, con todos mis muchos pecados―no me encuentra; ya no estoy en ese lugar, me he ido; Otro está de pie, se ha establecido en mi lugar, Otro que se ha puesto enteramente en mi lugar; yo estoy parado al lado de esta otra persona, estoy al lado de mi Expiador que se puso enteramente en mi lugar―¡por esto te doy gracias, Señor mío Jesucristo!
Tú que me oyes, mi oyente, recuerda que contamos con tal Sumo Sacerdote de la simpatía. Quienquiera que seas, no importa cuánto sufras, Él puede ponerse enteramente en tu lugar. Quienquiera que seas, no importa cómo es que estás siendo tentado, Él puede ponerse enteramente en tu lugar. ¡Quienquiera que seas, oh pecador, como lo somos todos, Él se pone enteramente en tu lugar!

Y ahora que te acercas al altar, ahora que se te ofrecen el pan y el vino una vez más, una vez más como eterna garantía de que mediante sus padecimientos y muerte Él se puso en tu lugar también: y eso para que tú, salvado por Él, olvidado el juicio, puedas entrar en la vida, allí donde Él te ha preparado un lugar (Jn. XIV:2).   

             

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